sábado. 20.04.2024

Estado de excepción

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Las personas que creemos que la democracia es mucho más que un procedimiento, que se trata no sólo de un sistema político, sino de una manera de vivir, como diría el poeta Walt Whitman, estamos con los pelos de punta con lo que está pasando en estos días, y en la dureza de la reacción del Estado y su aparato frente la convocatoria del referéndum del 1 de octubre por parte del govern de la Generalitat.

 

En cuarenta años de presunta democracia nunca se habían perseguido con tanto ensañamiento derechos fundamentales como el de reunión, o el de libertad de expresión, amenazado a cargos públicos y representantes populares (a tres cuartas partes de los alcaldes y alcaldesas catalanes, entre otros), registrado imprentas, requisado carteles, clausurado páginas web, censurado medios de comunicación.

 

Lo peor es que esto no es un tema "de los catalanes", porque cuando se atenta contra la democracia y el Estado de derecho -que algunos intentan patrimonializar y confundir con un "estado de derechas"-, se está atacando los derechos de todas y de todos y sobre todo se tambalea el frágil marco de convivencia en el que vivimos.

 

No puedo compartir las reiteradas apelaciones a la legalidad constitucional para justificar lo que el gobierno y el Estado de España están haciendo en estos días, porque la democracia no es la ley, sino que está por encima de la ley. Pero sobre todo, la ley no puede sacrificar la democracia, porque entonces para esto, nos hubiéramos quedado con las leyes franquistas -que las había-, y que todo hubiera seguido igual, ¿no?

 

Ya van dos generaciones de ciudadanas y ciudadanos que no hemos votado la sacrosanta y conveniente Constitución, y si ninguna Constitución en el mundo es la Biblia ni el Corán, tampoco lo es una carta magna aprobada en una compleja transición en la que la izquierda democrática frente a la derecha del régimen negoció lo que pudo, entre pistolas y ruido de sables. Sobre todo si esa Constitución y el Tribunal que lleva su nombre se utilizan como arma política para frenar cualquier intento de lo que debería ser una sana evolución democrática que quiere evitarse a toda costa.

 

De manera casi simultánea, Estado social y estado autonómico, contrato social y contrato territorial, quedaron en 2010 tocados de muerte. El primero, con la modificación exprés del artículo 135 de la Constitución, una especie de entierro de la sardina del estado de bienestar, mientras se rescataban bancos con dinero público a fondo perdido. El segundo, con la sentencia política del Tribunal Constitucional, a instancias del PP, que incluyendo aviso para navegantes impedía que un Estatut de Catalunya aprobado y refrendado por el pueblo -aunque recortado en Congreso y Senado- se aplicase. De aquellos polvos, estos lodos.

 

Si las leyes no evolucionasen con la sociedad, todavía estaría permitida la esclavitud, y prohibido el sufragio universal, y la libertad de prensa, y tantas otras cosas. Por ello, apelar permanentemente al cumplimiento de la legalidad e instaurar este estado de excepción sin precedentes más que en el franquismo, no hace más que empeorar un conflicto que de cualquier forma, debe resolverse pacífica y democráticamente, mediante el diálogo. Y llegados a este punto, ¿quién tiene tanto miedo de que un pueblo se exprese mediante las urnas?  Yo no.

Estado de excepción
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